jueves, 25 de marzo de 2010

jueves, 18 de marzo de 2010

Anexo "Sufrimos una feliz infancia"

Hace unos días recordé un pasatiempo no menor que acostumbrábamos tener de chicos. 
Resulta que abandonado en uno de los galpones de la estancia, había un auto viejo que había pertenecido a algún antepasado de la familia y que por razones ajenas a nuestro conocimiento había sido desechado y archivado: "el Goliat". 
Sin duda su pasado (y buena parte de su presente) era oscuro, se olía algo sospechosamente ilegal en todo el asunto, pero a nosotros poco nos importaba, lo único trascendental del caso era que actualmente el auto se encontraba a nuestra entera disposición. 
Claro está que ninguno sabía manejar. La mayor era Paty, que para ese entonces debería rondar los catorce años. Y claro que el vehículo estaba lejos de ser una maravilla de la ciencia y la tecnología (digamos que le costaba un poco arrancar). Pero nada de esto nos detenía, en absoluto, ni tampoco detenía a nuestro padres que seguramente dormían la siesta deseando secretamente que el Goliat (y todos sus desafortunados ocupantes) culminaran exitosamente su viaje hacia el más allá.
Iniciar la marcha en el Goliat implicaba todo un ritual, alguno de los "mayores" debía ponerse al volante mientras todos los demás lo empujábamos por aquel camino de balastro hasta que al final de la bajada, que era donde el bólido alcanzaba una velocidad considerable y finalmente arrancaba. El tema era que una vez que arrancaba no era recomendable detenerlo (de todas formas dudo que los frenos funcionaran), por lo que el gran desafío consistía en subirse con el auto en marcha antes de que se apagara otra vez. Fueron escasas las oportunidades en que lo logramos, por lo general no habíamos subido más de dos cuando el muy maldito se apagaba nuevamente.
Recuerdo hasta el día de hoy el viaje más largo que hicimos en el Goliat, arrancó en la bajada y logramos subirnos todos al mejor estilo Little Miss Sunshine*, luego misteriosamente desvió su marcha hacia el campo, cruzó aparatosamente la cuneta y avanzó un par de cuadras, pero la felicidad duró hasta que el destino le propició un montón de hormigueros en su camino que provocaron algunos chichones en sus ocupantes y el posterior deceso del susodicho por tiempo indefinido.
Todavía me cuesta imaginar en qué estaban pensando nuestros progenitores cuando nos permitían "jugar" con ese auto. En realidad me lo imagino perfectamente, sólo que me niego a creerlo.

*En referencia a la película que lleva el mismo nombre http://en.wikipedia.org/wiki/Little_Miss_Sunshine

sábado, 13 de marzo de 2010

Mano Negra, ilegal!

No dirigíamos hacia la frontera con la República Checa, éramos siete mujeres a bordo de una Boxer que se había sabido ganar la reputación de "Pepas Van" entre los demás miembros del grupete. Se había hecho más tarde de lo calculado, eran las once y media de la noche y el camino se había convertido en algo más extraño de lo previsto. 
La carretera atravesaba un enorme bosque muy pintoresco e inocente, que no era otro que  el típico bosque de las películas hasta que advertimos algo inusual: No estábamos solas. Al costado de la ruta, cada dos kilómetros aproximadamente, había un cubículo del tamaño de un baño químico pero con paredes de vidrio, que adentro contenía nada más ni nada menos que una trabajadora de la noche, iluminada con una tenue luz roja y vestida -o desvestida- con sus mejores pilchas para la ocasión.
Aparentemente la carretera era frecuentada por camioneros sedientos de sexo y las chicas simplemente aprovechaban la oportunidad. Nos reímos de lo bizarro que resultaba todo aquel escenario y el tema nos mantuvo entretenidas -y despiertas- hasta llegar a la frontera una hora más tarde.
Estábamos un tanto nerviosas ya que no sabíamos que nos iba a deparar el destino en aquel lugar, a fin de cuentas éramos siete mujeres solas, que llegaban a un cruce de frontera a las doce y media de la noche en un país desconocido, en el que se hablaba un idioma extraño, absolutamente inentendible. 
Nuestro nerviosismo fue aún mayor cuando notamos que los "aduaneros" eran TODOS hombres uniformados que no dejaban de mirarnos, sonreír y comentar entre ellos en aquel dialecto indescifrable. Uno de ellos se acercó a la camioneta y balbuceó algo que por supuesto no entendimos, pero supusimos que nos pedía los documentos. Fue en aquel momento que el mundo se detuvo. Las palabras de Florencia fueron muy precisas: "No encuentro mi pasaporte". El maldito pasaporte no estaba donde debía estar, ni tampoco en ningún otro lugar de su maleta. No sabíamos qué hacer, regresar era inviable. La ciudad austríaca más cercana estaba a cientos de kilómetros de la frontera y además teníamos un itinerario que respetar, las demás camionetas deberían haber llegado a Praga hacía horas. 
No encontramos otra salida más que la ilegal, entregaríamos los seis pasaportes al oficial fronterizo y no pararíamos de movernos hasta que nos dieran el OK. Y justamente eso fue lo que hicimos, mientras unas fuimos al baño, otras salieron a fumar, el resto permaneció en la camioneta. La idea era entorpecer su trabajo y no darles oportunidad de contar cuántas éramos. De todas formas se mostraban demasiado entretenidos secreteando y sonriendo socorronamente mientras nos miraban libidinosos, no podrían creer que siete mujeres solas osaran transitar aquella ruta en aquel horario inusitado.
Fueron los cinco minutos más eternos de nuestras vidas, finalmente el oficial se acercó y mediante señas nos indicó que aparentemente todo estaba en regla, presurosas nos dispusimos a retomar la marcha. Nuestros corazones retomaban un ritmo más o menos normal cuando vimos que uno de los hombres se interponía ante nosotros haciendo ademames para que detuviéramos el vehículo. El mundo se detuvo una vez más. Nos habían descubierto. Uno de ellos nos había contado al subir a la camioneta y se había dado cuenta de todo. No teníamos salida. Iríamos presas en aquel remoto país.
Pero no. No era eso. Nos detuvimos y el hombre seguía gesticulando, pero siempre con una sonrisa cachonda en el rostro. No tardaron en acercarse los demás, lo extraño era que en lugar de mostrarse enojados y severos, todos sin excepción sonreían obscenamente. Nosotras no lográbamos comprender, pero su risa nos hacía estar un poco menos asustadas, era posible que aquellos hombres nos quisieran raptar, violar y golpear hasta la muerte una por una, pero no habían descubierto nuestra ilegalidad.
Aparentemente debíamos descender del vehículo para mojar nuestros pies en un veneno que eliminaría quién sabe qué peste que traíamos de Austria. Otra vez temimos ser descubiertas, pero ellos estaban demasiado encantados con nuestra visita como para preocuparse por cuántas éramos, bastaba con que fuéramos mujeres, solas, jóvenes, foráneas, ingenuas y aparentemente inocentes.