domingo, 30 de mayo de 2010

jueves, 27 de mayo de 2010

Dios da, Dios quita

El siguiente relato tiene su comienzo en la terminal de ómnibus de La Paz, Bolivia, lugares bizarros si los hay. Un enjambre de vendedores de dudosa formalidad y cholitos por doquier. Debíamos decidirnos por una compañía pero tras que ninguna resultaba demasiado tentadora, el ambiente no colaboraba en absoluto, el murmullo se tornaba insoportable por momentos y mi cabeza parecía estallar a pesar de la sobredosis de sorojchi pills* de los últimos días. 
En casi dos semanas de viaje habíamos logrado sobrevivir al Camino del Inca y a todo tipo de sopas de dudosa procedencia, habíamos conseguido pasar el cruce fronterizo sin tener que pagar ni prostituirnos por la causa, habíamos evitado morir envenenadas en la isla de los Uros comiendo pescado frito en absoluta oscuridad y nos las habíamos ingeniado para conservar nuestras pertenencias hasta el final -lo cual no es un hecho menor si tenemos en cuenta que en Bolivia, la mayoría de los ómnibus no disponen de bodega y llevan los bolsos sobre el techo y sin atar, librados a la buena de Dios-. En fin... más allá de algún que otro apunamiento, no habíamos tenido mayores complicaciones. 
Tras una eterna deliberación nos decidimos por "Flota Copacabana". Siempre que habíamos tenido la opción, habíamos llevado los bultos con nosotras en la falda, pero éste era un viaje de casi veinte horas hasta Santa Cruz y la compañía parecía seria, por lo que nos decidimos a despachar las mochilas. Llegar hasta el mostrador de despachos era una completa odisea, una multitud se apiñaba en cada una de las ventanillas, los bolsos pasaban de mano en mano hasta llegar a destino y el griterío era ensordecedor. Luego de varios empujones y un sin fin de pisotones finalmente logramos acceder, entregamos las mochilas y recibimos a cambio un sospechoso papelucho numerado a mano.
Presurosas, nos dirigimos al presunto andén a fin de asegurarnos que las mochilas fueran colocadas en el ómnibus correcto, vimos como dos muchachos tiraban de un carro cargado de valijas y una a una las iban acomodando en la bodega, pero como lo habíamos sospechado, no había ni rastros de nuestras mochilas en aquel carro. Faltaba poco tiempo para que saliera el ómnibus y desesperadas fuimos a preguntarle a los hombres por nuestras pertenencias, nos pidieron los pasajes y amablemente nos informaron que estábamos confundidas de compañía, la suya era "Trans Copacabana". No entendimos nada. Quedamos en blanco por unos minutos, nos miramos, volvimos a quedar en blanco y finalmente atinamos a mirar el papelucho, para nuestra sorpresa no decía "Flota Copacabana", pero tampoco decía "Trans Copacabana", penosamente impreso pero lo suficientemente nítido como para sentirnos los seres más retardados del universo, junto al número escrito a mano claramente se leía: "El Dorado". Efectivamente, habíamos comprado los pasajes en una compañía, confundidas pretendíamos viajar en otra, y para rematar, habíamos despachado las mochilas en una tercera. Con este simple hecho fuimos capaces de alcanzar un nivel de estupidez humana pocas veces visto. 
La desesperación se transformó en amargura, y más desesperación por supuesto. Corrimos hacia el mostrador e intentamos conseguir nuestras mochilas de vuelta, pero fue imposible, "El Dorado" había partido unos minutos antes. Afortunadamente, -si es que todavía algo en esta historia podía considerarse fortuna- el destino del ómnibus era el mismo: Santa Cruz de la Sierra.
Lo que siguió fueron las veinte horas más deprimentes de nuestras vidas, nos parecía estar viviendo una pesadilla. Repasamos cada minuto de lo ocurrido, recordamos el momento en que nos despedíamos de las mochilas, contentas por haber logrado vencer a la multitud. No sabíamos si reírnos o llorar. Poco a poco fuimos rememorando todo lo que habíamos perdido, todas las baratijas que tanto nos había costado conseguir, y maldecimos cada momento de aquella funesta noche. Y entre risas y llantos nos acordamos de Jannete, la empleada de la agencia de viajes que a costa de su bolsillo nos había reservado el Camino del Inca por internet, y a quien nosotras por un par de dólares habíamos defraudado reservando con otra empresa al llegar a Cuzco. Creímos que de cierto modo merecíamos el castigo que se nos estaba propiciando. Y a medida que pasaron las horas nos fuimos resignando.
Luego del eterno y humillante viaje finalmente llegamos a destino, un estacionamiento muy bizarro por cierto, un descampado árido e infinito. No tardamos en divisar allá a lo lejos una hilera de mostradores que parecían ser la sección de encomiendas y arrastrando las patas nos dirigimos a uno cuyo cartel indicaba "El Dorado". Si alguna vez habíamos tenido la esperanza de volver a juntarnos con las mochilas, les aseguro que el aspecto de aquel pintoresco estacionamiento había logrado erradicarla por completo. Desganadas y carentes de toda ilusión entregamos los papeluchos al encargado del depósito, que con la parsimonia de un empleado público comenzó a chequear las estanterías mientras nuestra mirada ansiosa revisaba cada recoveco de aquel sucucho. Tuvimos que cerrar los ojos con fuerza y volverlos a abrir para asegurarnos de que no se trataba de una alucinación, efectivamente allí estaban ellas, tan mochilas como la última vez que las habíamos visto. Nos miramos, nos abrazamos, reímos y casi lloramos de felicidad. Y otra vez nos acordamos de Jannete, y la culpa resurgió.


* Medicamento a base de cafeína y ácido acetil salicílico, recomendado para el "mal de altura".

viernes, 21 de mayo de 2010

A campo traviesa

Vir y Ceci llegaron a lo de Quico a la hora de la siesta, el sol rajaba la tierra arada y una jauría de perros salió a su encuentro. Desde muy pequeñas disfrutaban visitar a los vecinos.
Quico y Celia -así como Aquino y María- eran gente muy amable, humilde y con una generosidad pocas veces vista. 
De niñas probablemente esperaran ser agasajadas con un pedazo de pan con manteca o alguna rosca con chicharrones, pero ahora ya de mayores se conformaban con compartir un rato ameno, y si la suerte las acompañaba volver con algún morrón bajo el brazo.
Vir siempre había sido muy delgada, herencia de familia quizás, pero hacía tiempo que Quico y Celia no la veían y los años habían venido acompañados con algún kilito de más. Naturalmente, ella esperaba algún cumplido del tipo "Virginia, estás más repuesta", pero no podría haber imaginado nunca algo semejante. Le costó años volver a lo de Quico luego de lo ocurrido, lo que vivió esa tarde de verano de 1993 quedaría grabado en su memoria por siempre.
Fue esa tarde de 1993 que Celia la vio después de tantos años y no lo pudo evitar, y por más que hubiera querido esconder un halago en aquella frase, habría sido terriblemente difícil de encontrar para el imaginario citadino de nuestras muchachas. Fue apenas traspasaron el portón de entrada al patio que Celia exclamó con entusiasmo: "¡Ay Virginia, de tan gorda parecés baja!!!"