martes, 5 de marzo de 2013
miércoles, 6 de julio de 2011
Pies negros
Emilia tenía tres años cuando empezó a ir a la “Nursery” en Londres, sus compañeritos provenían de todas partes del mundo: tailandeses, africanos, rumanos y chinitos por doquier. No tardó en hacerse amigos y cada tanto mencionaba a un negrito llamado Winfred.
Una noche antes de ir a acostarse, tenía los pies negros por haber estado descalza todo el día. Apelando a su increíble sentido del humor e intentando hacerle un chiste le dije: "¡Tenés los pies negros como Winfred!".
Ella me miró seria, sin siquiera sonreír, y con una inocencia envidiable me dijo: "No, Winfred nunca tiene los pies sucios".
En ese momento comprendí que ella no veía blancos ni negros, veía niños cosmopolitas.
sábado, 1 de enero de 2011
99% humillación
El 18 de diciembre Erik hacía una fiesta de fin de año en su casa, como no quería ir sola invité a unas amigas, el grupete estaba conformado por Mane, Gaby, Maru, Juli y yo. La noche empezó tranquila, charlando, tonteando, y de vez en cuando coqueteando con la parte masculina del evento, claro que con el correr de las horas y el alcohol todo se desvirtuó y terminamos haciendo una guerrilla de panetone de un lado al otro de la barra.
Pasado ya un buen rato, cuando la situación del panetone no daba para más, decidimos seguir la noche en otro lado, algún bailongo divertido quizás. Una chica de dudosa procedencia propuso ir a una fiesta del ambiente teatral, la pintó como una fiesta turbia, con mucho cachondeo, toqueteo a discreción y hormonas a flor de piel. No teníamos una opción mejor así que pedimos un par de taxis y salimos rumbo a la presunta fiesta clandestina del cachondeo teatral.
Era en una tanguería alquilada especialmente para la ocasión, en una vieja casa de altos. Estaba abierto y entramos, subimos la escalera y una chica desde arriba nos pidió que el último en pasar cerrara la puerta. Lo encontrado allí difería completamente de lo esperado, había diez personas, y la mitad eran púberes de quince primaveras recién cumplidas paradas estáticas en la pista. Las luces psicodélicas habían faltado sin aviso y la "música" salía de una precaria computadora, por supuesto que los parlantes y el amplificador tampoco habían sido tenidos en cuenta para la ocasión. De más está decir que del toqueteo ni rastros. Nos miramos, comentamos, nos reímos, y sin planificación alguna salió el primer trencito humano de la noche ante la mirada perpleja del puñadito de damicelas allí presentes.
No fue mucho el rato que simulamos diversión, ya estábamos deliberando a qué lugar concurrir luego de tremebundo fracaso cuando volvió Gaby del baño manteniendo una acalorada discusión con un morenito de sospechosa estampa, en un primer momento nos ilusionamos ante un potencial toqueteo, pero en seguida notamos que efectivamente se trataba de una pelea. El moreno estaba realmente molesto y Gaby ciertamente no la estaba pasando bien. Fuimos a socorrerla. Aparentemente, el muchacho le reclamaba que ella no había pagado la entrada, ¿cuál entrada? "Esto es una fiesta privada" alegó. ¿Qué fiesta? ¡por Dios! Lavate la boca antes de decir "fiesta privada" atrevido. ¡Por lo menos alquilate unas luces hijo de puta! Julia, con la rapidez que la caracteriza, dijo enseguida que ella le había pagado a una señora (imaginaria por supuesto) que estaba sentada en la puerta, lo que despertó la ira del muchachito. "Se tienen que ir" decía desesperado y cada vez más indignado ante nuestras carcajadas y llantos de risa.
El momento cúlmine de la noche fue cuando el macaco este empezó a gritar como un desaforado: "¡Paren la música! ¡Paren la música!" y ante un silencio abismal, nos miró, nos señaló con las dos manos y los diez dedos y gritó hacia una veintena de damicelas: "¡Ellas no pagaron la entrada, se tienen que ir!!!" No habían pasado ni dos segundos cuando todas las miradas apuntaron a nosotras, haciéndonos sentir la peor escoria del mundo. Unos cientos de años atrás nos hubieran prendido fuego en la plaza pública, pero esta vez nos empujaron hasta la puerta abucheándonos al grito de "¡abusadoras! ¡ladronas! ¡estafadoras!" Julia se revolcaba en el suelo y yo ni veía de la risa. No podíamos creer que nos estuvieran echando de la peor fiesta de la historia, quitándonos el derecho a irnos por nuestros propios medios. Sinceramente lo más cercano a la humillación que he vivido en mis treinta y pocos años de vida.
Un saludo cariñoso al moreno que nos hizo vivir un momento inolvidable, y un infinitas gracias a la hija de re mil putas que tuvo el tupé de recomendarnos esa fiesta pedorra.
Pasado ya un buen rato, cuando la situación del panetone no daba para más, decidimos seguir la noche en otro lado, algún bailongo divertido quizás. Una chica de dudosa procedencia propuso ir a una fiesta del ambiente teatral, la pintó como una fiesta turbia, con mucho cachondeo, toqueteo a discreción y hormonas a flor de piel. No teníamos una opción mejor así que pedimos un par de taxis y salimos rumbo a la presunta fiesta clandestina del cachondeo teatral.
Era en una tanguería alquilada especialmente para la ocasión, en una vieja casa de altos. Estaba abierto y entramos, subimos la escalera y una chica desde arriba nos pidió que el último en pasar cerrara la puerta. Lo encontrado allí difería completamente de lo esperado, había diez personas, y la mitad eran púberes de quince primaveras recién cumplidas paradas estáticas en la pista. Las luces psicodélicas habían faltado sin aviso y la "música" salía de una precaria computadora, por supuesto que los parlantes y el amplificador tampoco habían sido tenidos en cuenta para la ocasión. De más está decir que del toqueteo ni rastros. Nos miramos, comentamos, nos reímos, y sin planificación alguna salió el primer trencito humano de la noche ante la mirada perpleja del puñadito de damicelas allí presentes.
No fue mucho el rato que simulamos diversión, ya estábamos deliberando a qué lugar concurrir luego de tremebundo fracaso cuando volvió Gaby del baño manteniendo una acalorada discusión con un morenito de sospechosa estampa, en un primer momento nos ilusionamos ante un potencial toqueteo, pero en seguida notamos que efectivamente se trataba de una pelea. El moreno estaba realmente molesto y Gaby ciertamente no la estaba pasando bien. Fuimos a socorrerla. Aparentemente, el muchacho le reclamaba que ella no había pagado la entrada, ¿cuál entrada? "Esto es una fiesta privada" alegó. ¿Qué fiesta? ¡por Dios! Lavate la boca antes de decir "fiesta privada" atrevido. ¡Por lo menos alquilate unas luces hijo de puta! Julia, con la rapidez que la caracteriza, dijo enseguida que ella le había pagado a una señora (imaginaria por supuesto) que estaba sentada en la puerta, lo que despertó la ira del muchachito. "Se tienen que ir" decía desesperado y cada vez más indignado ante nuestras carcajadas y llantos de risa.
El momento cúlmine de la noche fue cuando el macaco este empezó a gritar como un desaforado: "¡Paren la música! ¡Paren la música!" y ante un silencio abismal, nos miró, nos señaló con las dos manos y los diez dedos y gritó hacia una veintena de damicelas: "¡Ellas no pagaron la entrada, se tienen que ir!!!" No habían pasado ni dos segundos cuando todas las miradas apuntaron a nosotras, haciéndonos sentir la peor escoria del mundo. Unos cientos de años atrás nos hubieran prendido fuego en la plaza pública, pero esta vez nos empujaron hasta la puerta abucheándonos al grito de "¡abusadoras! ¡ladronas! ¡estafadoras!" Julia se revolcaba en el suelo y yo ni veía de la risa. No podíamos creer que nos estuvieran echando de la peor fiesta de la historia, quitándonos el derecho a irnos por nuestros propios medios. Sinceramente lo más cercano a la humillación que he vivido en mis treinta y pocos años de vida.
Un saludo cariñoso al moreno que nos hizo vivir un momento inolvidable, y un infinitas gracias a la hija de re mil putas que tuvo el tupé de recomendarnos esa fiesta pedorra.
miércoles, 7 de julio de 2010
domingo, 30 de mayo de 2010
jueves, 27 de mayo de 2010
Dios da, Dios quita
El siguiente relato tiene su comienzo en la terminal de ómnibus de La Paz, Bolivia, lugares bizarros si los hay. Un enjambre de vendedores de dudosa formalidad y cholitos por doquier. Debíamos decidirnos por una compañía pero tras que ninguna resultaba demasiado tentadora, el ambiente no colaboraba en absoluto, el murmullo se tornaba insoportable por momentos y mi cabeza parecía estallar a pesar de la sobredosis de sorojchi pills* de los últimos días.
En casi dos semanas de viaje habíamos logrado sobrevivir al Camino del Inca y a todo tipo de sopas de dudosa procedencia, habíamos conseguido pasar el cruce fronterizo sin tener que pagar ni prostituirnos por la causa, habíamos evitado morir envenenadas en la isla de los Uros comiendo pescado frito en absoluta oscuridad y nos las habíamos ingeniado para conservar nuestras pertenencias hasta el final -lo cual no es un hecho menor si tenemos en cuenta que en Bolivia, la mayoría de los ómnibus no disponen de bodega y llevan los bolsos sobre el techo y sin atar, librados a la buena de Dios-. En fin... más allá de algún que otro apunamiento, no habíamos tenido mayores complicaciones.
Tras una eterna deliberación nos decidimos por "Flota Copacabana". Siempre que habíamos tenido la opción, habíamos llevado los bultos con nosotras en la falda, pero éste era un viaje de casi veinte horas hasta Santa Cruz y la compañía parecía seria, por lo que nos decidimos a despachar las mochilas. Llegar hasta el mostrador de despachos era una completa odisea, una multitud se apiñaba en cada una de las ventanillas, los bolsos pasaban de mano en mano hasta llegar a destino y el griterío era ensordecedor. Luego de varios empujones y un sin fin de pisotones finalmente logramos acceder, entregamos las mochilas y recibimos a cambio un sospechoso papelucho numerado a mano.
Presurosas, nos dirigimos al presunto andén a fin de asegurarnos que las mochilas fueran colocadas en el ómnibus correcto, vimos como dos muchachos tiraban de un carro cargado de valijas y una a una las iban acomodando en la bodega, pero como lo habíamos sospechado, no había ni rastros de nuestras mochilas en aquel carro. Faltaba poco tiempo para que saliera el ómnibus y desesperadas fuimos a preguntarle a los hombres por nuestras pertenencias, nos pidieron los pasajes y amablemente nos informaron que estábamos confundidas de compañía, la suya era "Trans Copacabana". No entendimos nada. Quedamos en blanco por unos minutos, nos miramos, volvimos a quedar en blanco y finalmente atinamos a mirar el papelucho, para nuestra sorpresa no decía "Flota Copacabana", pero tampoco decía "Trans Copacabana", penosamente impreso pero lo suficientemente nítido como para sentirnos los seres más retardados del universo, junto al número escrito a mano claramente se leía: "El Dorado". Efectivamente, habíamos comprado los pasajes en una compañía, confundidas pretendíamos viajar en otra, y para rematar, habíamos despachado las mochilas en una tercera. Con este simple hecho fuimos capaces de alcanzar un nivel de estupidez humana pocas veces visto.
La desesperación se transformó en amargura, y más desesperación por supuesto. Corrimos hacia el mostrador e intentamos conseguir nuestras mochilas de vuelta, pero fue imposible, "El Dorado" había partido unos minutos antes. Afortunadamente, -si es que todavía algo en esta historia podía considerarse fortuna- el destino del ómnibus era el mismo: Santa Cruz de la Sierra.
Lo que siguió fueron las veinte horas más deprimentes de nuestras vidas, nos parecía estar viviendo una pesadilla. Repasamos cada minuto de lo ocurrido, recordamos el momento en que nos despedíamos de las mochilas, contentas por haber logrado vencer a la multitud. No sabíamos si reírnos o llorar. Poco a poco fuimos rememorando todo lo que habíamos perdido, todas las baratijas que tanto nos había costado conseguir, y maldecimos cada momento de aquella funesta noche. Y entre risas y llantos nos acordamos de Jannete, la empleada de la agencia de viajes que a costa de su bolsillo nos había reservado el Camino del Inca por internet, y a quien nosotras por un par de dólares habíamos defraudado reservando con otra empresa al llegar a Cuzco. Creímos que de cierto modo merecíamos el castigo que se nos estaba propiciando. Y a medida que pasaron las horas nos fuimos resignando.
Luego del eterno y humillante viaje finalmente llegamos a destino, un estacionamiento muy bizarro por cierto, un descampado árido e infinito. No tardamos en divisar allá a lo lejos una hilera de mostradores que parecían ser la sección de encomiendas y arrastrando las patas nos dirigimos a uno cuyo cartel indicaba "El Dorado". Si alguna vez habíamos tenido la esperanza de volver a juntarnos con las mochilas, les aseguro que el aspecto de aquel pintoresco estacionamiento había logrado erradicarla por completo. Desganadas y carentes de toda ilusión entregamos los papeluchos al encargado del depósito, que con la parsimonia de un empleado público comenzó a chequear las estanterías mientras nuestra mirada ansiosa revisaba cada recoveco de aquel sucucho. Tuvimos que cerrar los ojos con fuerza y volverlos a abrir para asegurarnos de que no se trataba de una alucinación, efectivamente allí estaban ellas, tan mochilas como la última vez que las habíamos visto. Nos miramos, nos abrazamos, reímos y casi lloramos de felicidad. Y otra vez nos acordamos de Jannete, y la culpa resurgió.
* Medicamento a base de cafeína y ácido acetil salicílico, recomendado para el "mal de altura".
En casi dos semanas de viaje habíamos logrado sobrevivir al Camino del Inca y a todo tipo de sopas de dudosa procedencia, habíamos conseguido pasar el cruce fronterizo sin tener que pagar ni prostituirnos por la causa, habíamos evitado morir envenenadas en la isla de los Uros comiendo pescado frito en absoluta oscuridad y nos las habíamos ingeniado para conservar nuestras pertenencias hasta el final -lo cual no es un hecho menor si tenemos en cuenta que en Bolivia, la mayoría de los ómnibus no disponen de bodega y llevan los bolsos sobre el techo y sin atar, librados a la buena de Dios-. En fin... más allá de algún que otro apunamiento, no habíamos tenido mayores complicaciones.
Tras una eterna deliberación nos decidimos por "Flota Copacabana". Siempre que habíamos tenido la opción, habíamos llevado los bultos con nosotras en la falda, pero éste era un viaje de casi veinte horas hasta Santa Cruz y la compañía parecía seria, por lo que nos decidimos a despachar las mochilas. Llegar hasta el mostrador de despachos era una completa odisea, una multitud se apiñaba en cada una de las ventanillas, los bolsos pasaban de mano en mano hasta llegar a destino y el griterío era ensordecedor. Luego de varios empujones y un sin fin de pisotones finalmente logramos acceder, entregamos las mochilas y recibimos a cambio un sospechoso papelucho numerado a mano.
Presurosas, nos dirigimos al presunto andén a fin de asegurarnos que las mochilas fueran colocadas en el ómnibus correcto, vimos como dos muchachos tiraban de un carro cargado de valijas y una a una las iban acomodando en la bodega, pero como lo habíamos sospechado, no había ni rastros de nuestras mochilas en aquel carro. Faltaba poco tiempo para que saliera el ómnibus y desesperadas fuimos a preguntarle a los hombres por nuestras pertenencias, nos pidieron los pasajes y amablemente nos informaron que estábamos confundidas de compañía, la suya era "Trans Copacabana". No entendimos nada. Quedamos en blanco por unos minutos, nos miramos, volvimos a quedar en blanco y finalmente atinamos a mirar el papelucho, para nuestra sorpresa no decía "Flota Copacabana", pero tampoco decía "Trans Copacabana", penosamente impreso pero lo suficientemente nítido como para sentirnos los seres más retardados del universo, junto al número escrito a mano claramente se leía: "El Dorado". Efectivamente, habíamos comprado los pasajes en una compañía, confundidas pretendíamos viajar en otra, y para rematar, habíamos despachado las mochilas en una tercera. Con este simple hecho fuimos capaces de alcanzar un nivel de estupidez humana pocas veces visto.
La desesperación se transformó en amargura, y más desesperación por supuesto. Corrimos hacia el mostrador e intentamos conseguir nuestras mochilas de vuelta, pero fue imposible, "El Dorado" había partido unos minutos antes. Afortunadamente, -si es que todavía algo en esta historia podía considerarse fortuna- el destino del ómnibus era el mismo: Santa Cruz de la Sierra.
Lo que siguió fueron las veinte horas más deprimentes de nuestras vidas, nos parecía estar viviendo una pesadilla. Repasamos cada minuto de lo ocurrido, recordamos el momento en que nos despedíamos de las mochilas, contentas por haber logrado vencer a la multitud. No sabíamos si reírnos o llorar. Poco a poco fuimos rememorando todo lo que habíamos perdido, todas las baratijas que tanto nos había costado conseguir, y maldecimos cada momento de aquella funesta noche. Y entre risas y llantos nos acordamos de Jannete, la empleada de la agencia de viajes que a costa de su bolsillo nos había reservado el Camino del Inca por internet, y a quien nosotras por un par de dólares habíamos defraudado reservando con otra empresa al llegar a Cuzco. Creímos que de cierto modo merecíamos el castigo que se nos estaba propiciando. Y a medida que pasaron las horas nos fuimos resignando.
Luego del eterno y humillante viaje finalmente llegamos a destino, un estacionamiento muy bizarro por cierto, un descampado árido e infinito. No tardamos en divisar allá a lo lejos una hilera de mostradores que parecían ser la sección de encomiendas y arrastrando las patas nos dirigimos a uno cuyo cartel indicaba "El Dorado". Si alguna vez habíamos tenido la esperanza de volver a juntarnos con las mochilas, les aseguro que el aspecto de aquel pintoresco estacionamiento había logrado erradicarla por completo. Desganadas y carentes de toda ilusión entregamos los papeluchos al encargado del depósito, que con la parsimonia de un empleado público comenzó a chequear las estanterías mientras nuestra mirada ansiosa revisaba cada recoveco de aquel sucucho. Tuvimos que cerrar los ojos con fuerza y volverlos a abrir para asegurarnos de que no se trataba de una alucinación, efectivamente allí estaban ellas, tan mochilas como la última vez que las habíamos visto. Nos miramos, nos abrazamos, reímos y casi lloramos de felicidad. Y otra vez nos acordamos de Jannete, y la culpa resurgió.
* Medicamento a base de cafeína y ácido acetil salicílico, recomendado para el "mal de altura".
viernes, 21 de mayo de 2010
A campo traviesa
Vir y Ceci llegaron a lo de Quico a la hora de la siesta, el sol rajaba la tierra arada y una jauría de perros salió a su encuentro. Desde muy pequeñas disfrutaban visitar a los vecinos.
Quico y Celia -así como Aquino y María- eran gente muy amable, humilde y con una generosidad pocas veces vista.
De niñas probablemente esperaran ser agasajadas con un pedazo de pan con manteca o alguna rosca con chicharrones, pero ahora ya de mayores se conformaban con compartir un rato ameno, y si la suerte las acompañaba volver con algún morrón bajo el brazo.
Vir siempre había sido muy delgada, herencia de familia quizás, pero hacía tiempo que Quico y Celia no la veían y los años habían venido acompañados con algún kilito de más. Naturalmente, ella esperaba algún cumplido del tipo "Virginia, estás más repuesta", pero no podría haber imaginado nunca algo semejante. Le costó años volver a lo de Quico luego de lo ocurrido, lo que vivió esa tarde de verano de 1993 quedaría grabado en su memoria por siempre.
Fue esa tarde de 1993 que Celia la vio después de tantos años y no lo pudo evitar, y por más que hubiera querido esconder un halago en aquella frase, habría sido terriblemente difícil de encontrar para el imaginario citadino de nuestras muchachas. Fue apenas traspasaron el portón de entrada al patio que Celia exclamó con entusiasmo: "¡Ay Virginia, de tan gorda parecés baja!!!"
Quico y Celia -así como Aquino y María- eran gente muy amable, humilde y con una generosidad pocas veces vista.
De niñas probablemente esperaran ser agasajadas con un pedazo de pan con manteca o alguna rosca con chicharrones, pero ahora ya de mayores se conformaban con compartir un rato ameno, y si la suerte las acompañaba volver con algún morrón bajo el brazo.
Vir siempre había sido muy delgada, herencia de familia quizás, pero hacía tiempo que Quico y Celia no la veían y los años habían venido acompañados con algún kilito de más. Naturalmente, ella esperaba algún cumplido del tipo "Virginia, estás más repuesta", pero no podría haber imaginado nunca algo semejante. Le costó años volver a lo de Quico luego de lo ocurrido, lo que vivió esa tarde de verano de 1993 quedaría grabado en su memoria por siempre.
Fue esa tarde de 1993 que Celia la vio después de tantos años y no lo pudo evitar, y por más que hubiera querido esconder un halago en aquella frase, habría sido terriblemente difícil de encontrar para el imaginario citadino de nuestras muchachas. Fue apenas traspasaron el portón de entrada al patio que Celia exclamó con entusiasmo: "¡Ay Virginia, de tan gorda parecés baja!!!"
jueves, 25 de marzo de 2010
jueves, 18 de marzo de 2010
Anexo "Sufrimos una feliz infancia"
Hace unos días recordé un pasatiempo no menor que acostumbrábamos tener de chicos.
Resulta que abandonado en uno de los galpones de la estancia, había un auto viejo que había pertenecido a algún antepasado de la familia y que por razones ajenas a nuestro conocimiento había sido desechado y archivado: "el Goliat".
Sin duda su pasado (y buena parte de su presente) era oscuro, se olía algo sospechosamente ilegal en todo el asunto, pero a nosotros poco nos importaba, lo único trascendental del caso era que actualmente el auto se encontraba a nuestra entera disposición.
Claro está que ninguno sabía manejar. La mayor era Paty, que para ese entonces debería rondar los catorce años. Y claro que el vehículo estaba lejos de ser una maravilla de la ciencia y la tecnología (digamos que le costaba un poco arrancar). Pero nada de esto nos detenía, en absoluto, ni tampoco detenía a nuestro padres que seguramente dormían la siesta deseando secretamente que el Goliat (y todos sus desafortunados ocupantes) culminaran exitosamente su viaje hacia el más allá.
Iniciar la marcha en el Goliat implicaba todo un ritual, alguno de los "mayores" debía ponerse al volante mientras todos los demás lo empujábamos por aquel camino de balastro hasta que al final de la bajada, que era donde el bólido alcanzaba una velocidad considerable y finalmente arrancaba. El tema era que una vez que arrancaba no era recomendable detenerlo (de todas formas dudo que los frenos funcionaran), por lo que el gran desafío consistía en subirse con el auto en marcha antes de que se apagara otra vez. Fueron escasas las oportunidades en que lo logramos, por lo general no habíamos subido más de dos cuando el muy maldito se apagaba nuevamente.
Recuerdo hasta el día de hoy el viaje más largo que hicimos en el Goliat, arrancó en la bajada y logramos subirnos todos al mejor estilo Little Miss Sunshine*, luego misteriosamente desvió su marcha hacia el campo, cruzó aparatosamente la cuneta y avanzó un par de cuadras, pero la felicidad duró hasta que el destino le propició un montón de hormigueros en su camino que provocaron algunos chichones en sus ocupantes y el posterior deceso del susodicho por tiempo indefinido.
Todavía me cuesta imaginar en qué estaban pensando nuestros progenitores cuando nos permitían "jugar" con ese auto. En realidad me lo imagino perfectamente, sólo que me niego a creerlo.
*En referencia a la película que lleva el mismo nombre http://en.wikipedia.org/wiki/Little_Miss_Sunshine
sábado, 13 de marzo de 2010
Mano Negra, ilegal!
No dirigíamos hacia la frontera con la República Checa, éramos siete mujeres a bordo de una Boxer que se había sabido ganar la reputación de "Pepas Van" entre los demás miembros del grupete. Se había hecho más tarde de lo calculado, eran las once y media de la noche y el camino se había convertido en algo más extraño de lo previsto.
La carretera atravesaba un enorme bosque muy pintoresco e inocente, que no era otro que el típico bosque de las películas hasta que advertimos algo inusual: No estábamos solas. Al costado de la ruta, cada dos kilómetros aproximadamente, había un cubículo del tamaño de un baño químico pero con paredes de vidrio, que adentro contenía nada más ni nada menos que una trabajadora de la noche, iluminada con una tenue luz roja y vestida -o desvestida- con sus mejores pilchas para la ocasión.
Aparentemente la carretera era frecuentada por camioneros sedientos de sexo y las chicas simplemente aprovechaban la oportunidad. Nos reímos de lo bizarro que resultaba todo aquel escenario y el tema nos mantuvo entretenidas -y despiertas- hasta llegar a la frontera una hora más tarde.
Estábamos un tanto nerviosas ya que no sabíamos que nos iba a deparar el destino en aquel lugar, a fin de cuentas éramos siete mujeres solas, que llegaban a un cruce de frontera a las doce y media de la noche en un país desconocido, en el que se hablaba un idioma extraño, absolutamente inentendible.
Nuestro nerviosismo fue aún mayor cuando notamos que los "aduaneros" eran TODOS hombres uniformados que no dejaban de mirarnos, sonreír y comentar entre ellos en aquel dialecto indescifrable. Uno de ellos se acercó a la camioneta y balbuceó algo que por supuesto no entendimos, pero supusimos que nos pedía los documentos. Fue en aquel momento que el mundo se detuvo. Las palabras de Florencia fueron muy precisas: "No encuentro mi pasaporte". El maldito pasaporte no estaba donde debía estar, ni tampoco en ningún otro lugar de su maleta. No sabíamos qué hacer, regresar era inviable. La ciudad austríaca más cercana estaba a cientos de kilómetros de la frontera y además teníamos un itinerario que respetar, las demás camionetas deberían haber llegado a Praga hacía horas.
No encontramos otra salida más que la ilegal, entregaríamos los seis pasaportes al oficial fronterizo y no pararíamos de movernos hasta que nos dieran el OK. Y justamente eso fue lo que hicimos, mientras unas fuimos al baño, otras salieron a fumar, el resto permaneció en la camioneta. La idea era entorpecer su trabajo y no darles oportunidad de contar cuántas éramos. De todas formas se mostraban demasiado entretenidos secreteando y sonriendo socorronamente mientras nos miraban libidinosos, no podrían creer que siete mujeres solas osaran transitar aquella ruta en aquel horario inusitado.
Fueron los cinco minutos más eternos de nuestras vidas, finalmente el oficial se acercó y mediante señas nos indicó que aparentemente todo estaba en regla, presurosas nos dispusimos a retomar la marcha. Nuestros corazones retomaban un ritmo más o menos normal cuando vimos que uno de los hombres se interponía ante nosotros haciendo ademames para que detuviéramos el vehículo. El mundo se detuvo una vez más. Nos habían descubierto. Uno de ellos nos había contado al subir a la camioneta y se había dado cuenta de todo. No teníamos salida. Iríamos presas en aquel remoto país.
Pero no. No era eso. Nos detuvimos y el hombre seguía gesticulando, pero siempre con una sonrisa cachonda en el rostro. No tardaron en acercarse los demás, lo extraño era que en lugar de mostrarse enojados y severos, todos sin excepción sonreían obscenamente. Nosotras no lográbamos comprender, pero su risa nos hacía estar un poco menos asustadas, era posible que aquellos hombres nos quisieran raptar, violar y golpear hasta la muerte una por una, pero no habían descubierto nuestra ilegalidad.
Aparentemente debíamos descender del vehículo para mojar nuestros pies en un veneno que eliminaría quién sabe qué peste que traíamos de Austria. Otra vez temimos ser descubiertas, pero ellos estaban demasiado encantados con nuestra visita como para preocuparse por cuántas éramos, bastaba con que fuéramos mujeres, solas, jóvenes, foráneas, ingenuas y aparentemente inocentes.
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