miércoles, 7 de julio de 2010
domingo, 30 de mayo de 2010
jueves, 27 de mayo de 2010
Dios da, Dios quita
El siguiente relato tiene su comienzo en la terminal de ómnibus de La Paz, Bolivia, lugares bizarros si los hay. Un enjambre de vendedores de dudosa formalidad y cholitos por doquier. Debíamos decidirnos por una compañía pero tras que ninguna resultaba demasiado tentadora, el ambiente no colaboraba en absoluto, el murmullo se tornaba insoportable por momentos y mi cabeza parecía estallar a pesar de la sobredosis de sorojchi pills* de los últimos días.
En casi dos semanas de viaje habíamos logrado sobrevivir al Camino del Inca y a todo tipo de sopas de dudosa procedencia, habíamos conseguido pasar el cruce fronterizo sin tener que pagar ni prostituirnos por la causa, habíamos evitado morir envenenadas en la isla de los Uros comiendo pescado frito en absoluta oscuridad y nos las habíamos ingeniado para conservar nuestras pertenencias hasta el final -lo cual no es un hecho menor si tenemos en cuenta que en Bolivia, la mayoría de los ómnibus no disponen de bodega y llevan los bolsos sobre el techo y sin atar, librados a la buena de Dios-. En fin... más allá de algún que otro apunamiento, no habíamos tenido mayores complicaciones.
Tras una eterna deliberación nos decidimos por "Flota Copacabana". Siempre que habíamos tenido la opción, habíamos llevado los bultos con nosotras en la falda, pero éste era un viaje de casi veinte horas hasta Santa Cruz y la compañía parecía seria, por lo que nos decidimos a despachar las mochilas. Llegar hasta el mostrador de despachos era una completa odisea, una multitud se apiñaba en cada una de las ventanillas, los bolsos pasaban de mano en mano hasta llegar a destino y el griterío era ensordecedor. Luego de varios empujones y un sin fin de pisotones finalmente logramos acceder, entregamos las mochilas y recibimos a cambio un sospechoso papelucho numerado a mano.
Presurosas, nos dirigimos al presunto andén a fin de asegurarnos que las mochilas fueran colocadas en el ómnibus correcto, vimos como dos muchachos tiraban de un carro cargado de valijas y una a una las iban acomodando en la bodega, pero como lo habíamos sospechado, no había ni rastros de nuestras mochilas en aquel carro. Faltaba poco tiempo para que saliera el ómnibus y desesperadas fuimos a preguntarle a los hombres por nuestras pertenencias, nos pidieron los pasajes y amablemente nos informaron que estábamos confundidas de compañía, la suya era "Trans Copacabana". No entendimos nada. Quedamos en blanco por unos minutos, nos miramos, volvimos a quedar en blanco y finalmente atinamos a mirar el papelucho, para nuestra sorpresa no decía "Flota Copacabana", pero tampoco decía "Trans Copacabana", penosamente impreso pero lo suficientemente nítido como para sentirnos los seres más retardados del universo, junto al número escrito a mano claramente se leía: "El Dorado". Efectivamente, habíamos comprado los pasajes en una compañía, confundidas pretendíamos viajar en otra, y para rematar, habíamos despachado las mochilas en una tercera. Con este simple hecho fuimos capaces de alcanzar un nivel de estupidez humana pocas veces visto.
La desesperación se transformó en amargura, y más desesperación por supuesto. Corrimos hacia el mostrador e intentamos conseguir nuestras mochilas de vuelta, pero fue imposible, "El Dorado" había partido unos minutos antes. Afortunadamente, -si es que todavía algo en esta historia podía considerarse fortuna- el destino del ómnibus era el mismo: Santa Cruz de la Sierra.
Lo que siguió fueron las veinte horas más deprimentes de nuestras vidas, nos parecía estar viviendo una pesadilla. Repasamos cada minuto de lo ocurrido, recordamos el momento en que nos despedíamos de las mochilas, contentas por haber logrado vencer a la multitud. No sabíamos si reírnos o llorar. Poco a poco fuimos rememorando todo lo que habíamos perdido, todas las baratijas que tanto nos había costado conseguir, y maldecimos cada momento de aquella funesta noche. Y entre risas y llantos nos acordamos de Jannete, la empleada de la agencia de viajes que a costa de su bolsillo nos había reservado el Camino del Inca por internet, y a quien nosotras por un par de dólares habíamos defraudado reservando con otra empresa al llegar a Cuzco. Creímos que de cierto modo merecíamos el castigo que se nos estaba propiciando. Y a medida que pasaron las horas nos fuimos resignando.
Luego del eterno y humillante viaje finalmente llegamos a destino, un estacionamiento muy bizarro por cierto, un descampado árido e infinito. No tardamos en divisar allá a lo lejos una hilera de mostradores que parecían ser la sección de encomiendas y arrastrando las patas nos dirigimos a uno cuyo cartel indicaba "El Dorado". Si alguna vez habíamos tenido la esperanza de volver a juntarnos con las mochilas, les aseguro que el aspecto de aquel pintoresco estacionamiento había logrado erradicarla por completo. Desganadas y carentes de toda ilusión entregamos los papeluchos al encargado del depósito, que con la parsimonia de un empleado público comenzó a chequear las estanterías mientras nuestra mirada ansiosa revisaba cada recoveco de aquel sucucho. Tuvimos que cerrar los ojos con fuerza y volverlos a abrir para asegurarnos de que no se trataba de una alucinación, efectivamente allí estaban ellas, tan mochilas como la última vez que las habíamos visto. Nos miramos, nos abrazamos, reímos y casi lloramos de felicidad. Y otra vez nos acordamos de Jannete, y la culpa resurgió.
* Medicamento a base de cafeína y ácido acetil salicílico, recomendado para el "mal de altura".
En casi dos semanas de viaje habíamos logrado sobrevivir al Camino del Inca y a todo tipo de sopas de dudosa procedencia, habíamos conseguido pasar el cruce fronterizo sin tener que pagar ni prostituirnos por la causa, habíamos evitado morir envenenadas en la isla de los Uros comiendo pescado frito en absoluta oscuridad y nos las habíamos ingeniado para conservar nuestras pertenencias hasta el final -lo cual no es un hecho menor si tenemos en cuenta que en Bolivia, la mayoría de los ómnibus no disponen de bodega y llevan los bolsos sobre el techo y sin atar, librados a la buena de Dios-. En fin... más allá de algún que otro apunamiento, no habíamos tenido mayores complicaciones.
Tras una eterna deliberación nos decidimos por "Flota Copacabana". Siempre que habíamos tenido la opción, habíamos llevado los bultos con nosotras en la falda, pero éste era un viaje de casi veinte horas hasta Santa Cruz y la compañía parecía seria, por lo que nos decidimos a despachar las mochilas. Llegar hasta el mostrador de despachos era una completa odisea, una multitud se apiñaba en cada una de las ventanillas, los bolsos pasaban de mano en mano hasta llegar a destino y el griterío era ensordecedor. Luego de varios empujones y un sin fin de pisotones finalmente logramos acceder, entregamos las mochilas y recibimos a cambio un sospechoso papelucho numerado a mano.
Presurosas, nos dirigimos al presunto andén a fin de asegurarnos que las mochilas fueran colocadas en el ómnibus correcto, vimos como dos muchachos tiraban de un carro cargado de valijas y una a una las iban acomodando en la bodega, pero como lo habíamos sospechado, no había ni rastros de nuestras mochilas en aquel carro. Faltaba poco tiempo para que saliera el ómnibus y desesperadas fuimos a preguntarle a los hombres por nuestras pertenencias, nos pidieron los pasajes y amablemente nos informaron que estábamos confundidas de compañía, la suya era "Trans Copacabana". No entendimos nada. Quedamos en blanco por unos minutos, nos miramos, volvimos a quedar en blanco y finalmente atinamos a mirar el papelucho, para nuestra sorpresa no decía "Flota Copacabana", pero tampoco decía "Trans Copacabana", penosamente impreso pero lo suficientemente nítido como para sentirnos los seres más retardados del universo, junto al número escrito a mano claramente se leía: "El Dorado". Efectivamente, habíamos comprado los pasajes en una compañía, confundidas pretendíamos viajar en otra, y para rematar, habíamos despachado las mochilas en una tercera. Con este simple hecho fuimos capaces de alcanzar un nivel de estupidez humana pocas veces visto.
La desesperación se transformó en amargura, y más desesperación por supuesto. Corrimos hacia el mostrador e intentamos conseguir nuestras mochilas de vuelta, pero fue imposible, "El Dorado" había partido unos minutos antes. Afortunadamente, -si es que todavía algo en esta historia podía considerarse fortuna- el destino del ómnibus era el mismo: Santa Cruz de la Sierra.
Lo que siguió fueron las veinte horas más deprimentes de nuestras vidas, nos parecía estar viviendo una pesadilla. Repasamos cada minuto de lo ocurrido, recordamos el momento en que nos despedíamos de las mochilas, contentas por haber logrado vencer a la multitud. No sabíamos si reírnos o llorar. Poco a poco fuimos rememorando todo lo que habíamos perdido, todas las baratijas que tanto nos había costado conseguir, y maldecimos cada momento de aquella funesta noche. Y entre risas y llantos nos acordamos de Jannete, la empleada de la agencia de viajes que a costa de su bolsillo nos había reservado el Camino del Inca por internet, y a quien nosotras por un par de dólares habíamos defraudado reservando con otra empresa al llegar a Cuzco. Creímos que de cierto modo merecíamos el castigo que se nos estaba propiciando. Y a medida que pasaron las horas nos fuimos resignando.
Luego del eterno y humillante viaje finalmente llegamos a destino, un estacionamiento muy bizarro por cierto, un descampado árido e infinito. No tardamos en divisar allá a lo lejos una hilera de mostradores que parecían ser la sección de encomiendas y arrastrando las patas nos dirigimos a uno cuyo cartel indicaba "El Dorado". Si alguna vez habíamos tenido la esperanza de volver a juntarnos con las mochilas, les aseguro que el aspecto de aquel pintoresco estacionamiento había logrado erradicarla por completo. Desganadas y carentes de toda ilusión entregamos los papeluchos al encargado del depósito, que con la parsimonia de un empleado público comenzó a chequear las estanterías mientras nuestra mirada ansiosa revisaba cada recoveco de aquel sucucho. Tuvimos que cerrar los ojos con fuerza y volverlos a abrir para asegurarnos de que no se trataba de una alucinación, efectivamente allí estaban ellas, tan mochilas como la última vez que las habíamos visto. Nos miramos, nos abrazamos, reímos y casi lloramos de felicidad. Y otra vez nos acordamos de Jannete, y la culpa resurgió.
* Medicamento a base de cafeína y ácido acetil salicílico, recomendado para el "mal de altura".
viernes, 21 de mayo de 2010
A campo traviesa
Vir y Ceci llegaron a lo de Quico a la hora de la siesta, el sol rajaba la tierra arada y una jauría de perros salió a su encuentro. Desde muy pequeñas disfrutaban visitar a los vecinos.
Quico y Celia -así como Aquino y María- eran gente muy amable, humilde y con una generosidad pocas veces vista.
De niñas probablemente esperaran ser agasajadas con un pedazo de pan con manteca o alguna rosca con chicharrones, pero ahora ya de mayores se conformaban con compartir un rato ameno, y si la suerte las acompañaba volver con algún morrón bajo el brazo.
Vir siempre había sido muy delgada, herencia de familia quizás, pero hacía tiempo que Quico y Celia no la veían y los años habían venido acompañados con algún kilito de más. Naturalmente, ella esperaba algún cumplido del tipo "Virginia, estás más repuesta", pero no podría haber imaginado nunca algo semejante. Le costó años volver a lo de Quico luego de lo ocurrido, lo que vivió esa tarde de verano de 1993 quedaría grabado en su memoria por siempre.
Fue esa tarde de 1993 que Celia la vio después de tantos años y no lo pudo evitar, y por más que hubiera querido esconder un halago en aquella frase, habría sido terriblemente difícil de encontrar para el imaginario citadino de nuestras muchachas. Fue apenas traspasaron el portón de entrada al patio que Celia exclamó con entusiasmo: "¡Ay Virginia, de tan gorda parecés baja!!!"
Quico y Celia -así como Aquino y María- eran gente muy amable, humilde y con una generosidad pocas veces vista.
De niñas probablemente esperaran ser agasajadas con un pedazo de pan con manteca o alguna rosca con chicharrones, pero ahora ya de mayores se conformaban con compartir un rato ameno, y si la suerte las acompañaba volver con algún morrón bajo el brazo.
Vir siempre había sido muy delgada, herencia de familia quizás, pero hacía tiempo que Quico y Celia no la veían y los años habían venido acompañados con algún kilito de más. Naturalmente, ella esperaba algún cumplido del tipo "Virginia, estás más repuesta", pero no podría haber imaginado nunca algo semejante. Le costó años volver a lo de Quico luego de lo ocurrido, lo que vivió esa tarde de verano de 1993 quedaría grabado en su memoria por siempre.
Fue esa tarde de 1993 que Celia la vio después de tantos años y no lo pudo evitar, y por más que hubiera querido esconder un halago en aquella frase, habría sido terriblemente difícil de encontrar para el imaginario citadino de nuestras muchachas. Fue apenas traspasaron el portón de entrada al patio que Celia exclamó con entusiasmo: "¡Ay Virginia, de tan gorda parecés baja!!!"
jueves, 25 de marzo de 2010
jueves, 18 de marzo de 2010
Anexo "Sufrimos una feliz infancia"
Hace unos días recordé un pasatiempo no menor que acostumbrábamos tener de chicos.
Resulta que abandonado en uno de los galpones de la estancia, había un auto viejo que había pertenecido a algún antepasado de la familia y que por razones ajenas a nuestro conocimiento había sido desechado y archivado: "el Goliat".
Sin duda su pasado (y buena parte de su presente) era oscuro, se olía algo sospechosamente ilegal en todo el asunto, pero a nosotros poco nos importaba, lo único trascendental del caso era que actualmente el auto se encontraba a nuestra entera disposición.
Claro está que ninguno sabía manejar. La mayor era Paty, que para ese entonces debería rondar los catorce años. Y claro que el vehículo estaba lejos de ser una maravilla de la ciencia y la tecnología (digamos que le costaba un poco arrancar). Pero nada de esto nos detenía, en absoluto, ni tampoco detenía a nuestro padres que seguramente dormían la siesta deseando secretamente que el Goliat (y todos sus desafortunados ocupantes) culminaran exitosamente su viaje hacia el más allá.
Iniciar la marcha en el Goliat implicaba todo un ritual, alguno de los "mayores" debía ponerse al volante mientras todos los demás lo empujábamos por aquel camino de balastro hasta que al final de la bajada, que era donde el bólido alcanzaba una velocidad considerable y finalmente arrancaba. El tema era que una vez que arrancaba no era recomendable detenerlo (de todas formas dudo que los frenos funcionaran), por lo que el gran desafío consistía en subirse con el auto en marcha antes de que se apagara otra vez. Fueron escasas las oportunidades en que lo logramos, por lo general no habíamos subido más de dos cuando el muy maldito se apagaba nuevamente.
Recuerdo hasta el día de hoy el viaje más largo que hicimos en el Goliat, arrancó en la bajada y logramos subirnos todos al mejor estilo Little Miss Sunshine*, luego misteriosamente desvió su marcha hacia el campo, cruzó aparatosamente la cuneta y avanzó un par de cuadras, pero la felicidad duró hasta que el destino le propició un montón de hormigueros en su camino que provocaron algunos chichones en sus ocupantes y el posterior deceso del susodicho por tiempo indefinido.
Todavía me cuesta imaginar en qué estaban pensando nuestros progenitores cuando nos permitían "jugar" con ese auto. En realidad me lo imagino perfectamente, sólo que me niego a creerlo.
*En referencia a la película que lleva el mismo nombre http://en.wikipedia.org/wiki/Little_Miss_Sunshine
sábado, 13 de marzo de 2010
Mano Negra, ilegal!
No dirigíamos hacia la frontera con la República Checa, éramos siete mujeres a bordo de una Boxer que se había sabido ganar la reputación de "Pepas Van" entre los demás miembros del grupete. Se había hecho más tarde de lo calculado, eran las once y media de la noche y el camino se había convertido en algo más extraño de lo previsto.
La carretera atravesaba un enorme bosque muy pintoresco e inocente, que no era otro que el típico bosque de las películas hasta que advertimos algo inusual: No estábamos solas. Al costado de la ruta, cada dos kilómetros aproximadamente, había un cubículo del tamaño de un baño químico pero con paredes de vidrio, que adentro contenía nada más ni nada menos que una trabajadora de la noche, iluminada con una tenue luz roja y vestida -o desvestida- con sus mejores pilchas para la ocasión.
Aparentemente la carretera era frecuentada por camioneros sedientos de sexo y las chicas simplemente aprovechaban la oportunidad. Nos reímos de lo bizarro que resultaba todo aquel escenario y el tema nos mantuvo entretenidas -y despiertas- hasta llegar a la frontera una hora más tarde.
Estábamos un tanto nerviosas ya que no sabíamos que nos iba a deparar el destino en aquel lugar, a fin de cuentas éramos siete mujeres solas, que llegaban a un cruce de frontera a las doce y media de la noche en un país desconocido, en el que se hablaba un idioma extraño, absolutamente inentendible.
Nuestro nerviosismo fue aún mayor cuando notamos que los "aduaneros" eran TODOS hombres uniformados que no dejaban de mirarnos, sonreír y comentar entre ellos en aquel dialecto indescifrable. Uno de ellos se acercó a la camioneta y balbuceó algo que por supuesto no entendimos, pero supusimos que nos pedía los documentos. Fue en aquel momento que el mundo se detuvo. Las palabras de Florencia fueron muy precisas: "No encuentro mi pasaporte". El maldito pasaporte no estaba donde debía estar, ni tampoco en ningún otro lugar de su maleta. No sabíamos qué hacer, regresar era inviable. La ciudad austríaca más cercana estaba a cientos de kilómetros de la frontera y además teníamos un itinerario que respetar, las demás camionetas deberían haber llegado a Praga hacía horas.
No encontramos otra salida más que la ilegal, entregaríamos los seis pasaportes al oficial fronterizo y no pararíamos de movernos hasta que nos dieran el OK. Y justamente eso fue lo que hicimos, mientras unas fuimos al baño, otras salieron a fumar, el resto permaneció en la camioneta. La idea era entorpecer su trabajo y no darles oportunidad de contar cuántas éramos. De todas formas se mostraban demasiado entretenidos secreteando y sonriendo socorronamente mientras nos miraban libidinosos, no podrían creer que siete mujeres solas osaran transitar aquella ruta en aquel horario inusitado.
Fueron los cinco minutos más eternos de nuestras vidas, finalmente el oficial se acercó y mediante señas nos indicó que aparentemente todo estaba en regla, presurosas nos dispusimos a retomar la marcha. Nuestros corazones retomaban un ritmo más o menos normal cuando vimos que uno de los hombres se interponía ante nosotros haciendo ademames para que detuviéramos el vehículo. El mundo se detuvo una vez más. Nos habían descubierto. Uno de ellos nos había contado al subir a la camioneta y se había dado cuenta de todo. No teníamos salida. Iríamos presas en aquel remoto país.
Pero no. No era eso. Nos detuvimos y el hombre seguía gesticulando, pero siempre con una sonrisa cachonda en el rostro. No tardaron en acercarse los demás, lo extraño era que en lugar de mostrarse enojados y severos, todos sin excepción sonreían obscenamente. Nosotras no lográbamos comprender, pero su risa nos hacía estar un poco menos asustadas, era posible que aquellos hombres nos quisieran raptar, violar y golpear hasta la muerte una por una, pero no habían descubierto nuestra ilegalidad.
Aparentemente debíamos descender del vehículo para mojar nuestros pies en un veneno que eliminaría quién sabe qué peste que traíamos de Austria. Otra vez temimos ser descubiertas, pero ellos estaban demasiado encantados con nuestra visita como para preocuparse por cuántas éramos, bastaba con que fuéramos mujeres, solas, jóvenes, foráneas, ingenuas y aparentemente inocentes.
miércoles, 17 de febrero de 2010
lunes, 15 de febrero de 2010
A moverle las piedras
Llegamos a Punta del Diablo el primero de enero, no cabía un alma más. Nosotras éramos de las pocas afortunadas que habíamos realizado la reserva de la casa con anticipación y por eso nos sabíamos re-vivas.
Yanny nos estaba esperando ansiosa con la beba en brazos, nos recibió muy atenta y comenzó a explicarnos los pormenores de la casa (que tratándose de Punta del Diablo los pormenores pueden no ser tan menores en muchos casos). Lo primero que comentó fue lo siguiente: "Lo que no les dije es que no tenía lú". Chan. La señora había omitido comentarnos un pormenor de lo más interesante. Y lo peor era que no teníamos otra alternativa, era completamente inviable conseguir otra casa para 8 personas un primero de enero en Punta del Diablo.
Intentamos tomarlo con calma, ya nos las arreglaríamos.
Intentamos tomarlo con calma, ya nos las arreglaríamos.
Pero Yanny no dio tregua, el siguiente comentario fue casi tan desgarrador como el primero: "Yo no conseguí otro lugar para quedarme, pero no se preocupen que un amigo me hizo un cuarto en el fondo y me voy a instalar ahí". El "cuarto" del fondo estaba determinado por una frazada que servía de medianera entre nuestro cuarto y el de ella, la misma contaba con agujeros lo suficientemente grandes que desde la cama se podía ver con detalle todo lo que realizaba la Yanny antes de ir a dormir. Afortunadamente su amigo había sido tan gentil de instalarle una escalera en la ventana del fondo para que ella y su beba pudieran trepar hasta la acogedora alcoba sin invadir nuestra privacidad.
Rápidamente nos manejamos para conseguir que nos enviaran una heladerita por Rutas del Sol y la Yanny gentilmente nos proporcionó un farol, con eso nos fue suficiente para tomar el tema con humor e intentar disfrutar de la semana.
Claro que no nos fue fácil, sobretodo considerando que decidimos no utilizar el cuarto de arriba por razones de fuerza mayor y tuvimos que dormir las ocho hacinadas abajo mientras la Yanny disfrutaba de su residencia, y nos controlaba cada movimiento. Tanto fue así que llegó un momento en que encontramos a Yanny contando cuántas veces tirábamos de la cisterna, y lo que es peor, proponiendo increíbles soluciones. Aparentemente estaba preocupada por el gasto de agua y nos sugirió bastante enojada que concurriéramos todas seguidas al baño y que sólo la última tirara de la cadena. Lo dijo tan convencida que casi nos resultó normal.
Siempre cuando creíamos haber visto lo peor, Yanny se las ingeniaba para sorprendernos una vez más. Su siguiente movimiento fue enviarnos a un grupo de acampantes que aseguraban que la dueña de la casa les había alquilado el predio del frente -o sea, nuestro jardín- por un par de días, y por supuesto la muy desfachatada había asumido que nosotras compartiríamos con ellos el baño. In-cre-í-ble.
Y cuando ya nos habíamos acostumbrado a la falta de luz, a la presencia de Yanny tras la frazada y a sus insólitas recriminaciones, notamos que ya no era ella quién residía en el fondo, la muy fresca había tenido el desparpajo de alquilar la suite de lujo a un par de adolescentes incautas.
No había nada en este mundo capaz de detener a Yanny, y nosotras lo sabíamos, y lo asumíamos con mucha risa.
En el frente de la casa había unas piedras que querían marcar un supuesto camino de entrada, nosotras involuntariamente las desordenábamos un poco durante el día, pero misteriosamente las piedras aparecían nuevamente en su lugar por la mañana. Se ve que Yanny no podía dormir tranquila sabiendo que las piedras no estaban donde debían estar. Obviamente nos lo recriminó más adelante.
Al final de la semana, la saturación había llegado a un punto tal, que lo que más deseábamos en este mundo era una casa con luz, y sin Yanny. Sin embargo cuando la placentera estadía llegó a su fin, no logramos olvidarnos de ella, y no demoramos en ir hasta su casa un día por la noche mientras ella dormía... y moverle las piedras.
Siempre cuando creíamos haber visto lo peor, Yanny se las ingeniaba para sorprendernos una vez más. Su siguiente movimiento fue enviarnos a un grupo de acampantes que aseguraban que la dueña de la casa les había alquilado el predio del frente -o sea, nuestro jardín- por un par de días, y por supuesto la muy desfachatada había asumido que nosotras compartiríamos con ellos el baño. In-cre-í-ble.
Y cuando ya nos habíamos acostumbrado a la falta de luz, a la presencia de Yanny tras la frazada y a sus insólitas recriminaciones, notamos que ya no era ella quién residía en el fondo, la muy fresca había tenido el desparpajo de alquilar la suite de lujo a un par de adolescentes incautas.
No había nada en este mundo capaz de detener a Yanny, y nosotras lo sabíamos, y lo asumíamos con mucha risa.
En el frente de la casa había unas piedras que querían marcar un supuesto camino de entrada, nosotras involuntariamente las desordenábamos un poco durante el día, pero misteriosamente las piedras aparecían nuevamente en su lugar por la mañana. Se ve que Yanny no podía dormir tranquila sabiendo que las piedras no estaban donde debían estar. Obviamente nos lo recriminó más adelante.
Al final de la semana, la saturación había llegado a un punto tal, que lo que más deseábamos en este mundo era una casa con luz, y sin Yanny. Sin embargo cuando la placentera estadía llegó a su fin, no logramos olvidarnos de ella, y no demoramos en ir hasta su casa un día por la noche mientras ella dormía... y moverle las piedras.
martes, 2 de febrero de 2010
Pensamientos únicos
La vida me regaló tres sobrinas increíbles, Emilia es la mayor, divertida, ingeniosa, creativa, inteligente a más no poder, terca, mandona, segura de lo que quiere y con un sentido del humor que muchos desearían tener. Es única.
Esta es la primera de seguramente muchísimas anécdotas suyas que contaré.
Era de noche y estábamos en el living de su casa, ella probablemente estuviera practicando sus lecturas para la escuela, siempre le gustó hacer esas tareas tarde en la noche para postergar lo más posible el irse a dormir. Luego de la eterna diaria lucha, finalmente habíamos logrado por lo menos que se lavara los dientes, pero igual seguía ahí en la vueltita. En un momento me preguntó si podía comer un "sweetie" a lo que respondí negativamente argumentando que ya se había lavado los dientes.
La conversación siguió más o menos así:
-¿Qué importa que ya me haya lavado los dientes? Me los puedo lavar otra vez. -Me respondió dejándome sin palabras, tenía razón. ¡Parecía tan simple dicho así!
-No, no te podés lavar los dientes, nunca más. -Dije sin creérmelo ni yo.
-Pero si no me puedo lavar los dientes nunca más, nunca más puedo comer y si no como me muero.
-Y sí, te morirás... -Le respondí desesperada, buscando evitar a toda costa la odisea de lograr que se lavara los dientes otra vez.
-¿Estás loca?!!! ¡Ninguno de mis amigos está ahí arriba! ¡Voy a estar yo sola ahí con God! -Dijo confundida y realmente preocupada, logrando mi carcajada y el final de la discusión.
Seguramente esa noche Emilia se haya comido el "sweetie" y se haya ido a dormir sin lavarse los dientes, sin morirse y sin nada de God.
Esta es la primera de seguramente muchísimas anécdotas suyas que contaré.
Era de noche y estábamos en el living de su casa, ella probablemente estuviera practicando sus lecturas para la escuela, siempre le gustó hacer esas tareas tarde en la noche para postergar lo más posible el irse a dormir. Luego de la eterna diaria lucha, finalmente habíamos logrado por lo menos que se lavara los dientes, pero igual seguía ahí en la vueltita. En un momento me preguntó si podía comer un "sweetie" a lo que respondí negativamente argumentando que ya se había lavado los dientes.
La conversación siguió más o menos así:
-¿Qué importa que ya me haya lavado los dientes? Me los puedo lavar otra vez. -Me respondió dejándome sin palabras, tenía razón. ¡Parecía tan simple dicho así!
-No, no te podés lavar los dientes, nunca más. -Dije sin creérmelo ni yo.
-Pero si no me puedo lavar los dientes nunca más, nunca más puedo comer y si no como me muero.
-Y sí, te morirás... -Le respondí desesperada, buscando evitar a toda costa la odisea de lograr que se lavara los dientes otra vez.
-¿Estás loca?!!! ¡Ninguno de mis amigos está ahí arriba! ¡Voy a estar yo sola ahí con God! -Dijo confundida y realmente preocupada, logrando mi carcajada y el final de la discusión.
Seguramente esa noche Emilia se haya comido el "sweetie" y se haya ido a dormir sin lavarse los dientes, sin morirse y sin nada de God.
jueves, 14 de enero de 2010
Momento incómodo
Hacía tiempo que no sentía tanto calor. Me daba pereza pero tenía que ir, tenía que cobrar ese maldito trabajo, era en la Prefectura Naval de Trouville.
Llegué sudando después de caminar varias cuadras al rayo del sol y me atendió un marinerito súbdito que me invitó a esperar. En ese momento lo ví a él, a el Jefe, un cincuentón con aire superior que me miraba fijo esperando un saludo. Lo saludé. Me respondió. Y algo extraño se sintió en el aire.
Me hicieron pasar a un cuarto mientras revisaban las facturas del pago, todos hablaban del Jefe con respeto. Cuando estuvo todo pronto me dijeron que pasara a la oficina del Jefe para cobrar. Y ahí estaba él otra vez, alto, veterano, importante, y extremadamente atractivo. Yo sentía como me corría el sudor por el cuerpo, hacía mucho calor. Y también sentía sus ojos que no dejaban de mirarme. Eso me hacía sudar aún más.
Finalmente me pagaron, los segundos parecían horas. No pagaron con un cheque, no pagaron en dólares, pagaron en pesos, cincuenta y tres mil pesos en billetes de mil que tuve que contar uno a uno mientras todos me miraban, mientras él me miraba, podía sentir su mirada libidinosa recorriendo cada centímetro de mi cuerpo. Los conté varias veces porque me perdía. Y sudaba cada vez más.
En realidad nunca pude estar segura de la cantidad, simplemente dije que había terminado de contar y que la cantidad era correcta. Puse el dinero en la mochila y me dispuse a retirarme, estaba a punto de irme airosa cuando el marinerito súbdito me dijo que me recomendaba tomarme un taxi, saqué el celular para llamarlo pero el marinero dijo que ellos lo llamarían y en cuestión de segundos se retiró de la oficina dejándome sola con el Jefe.
El silencio era incómodo, no sabía qué decir ni de qué hablar con un Comandante, había escuchado que lo trasladaban ese mismo día por lo que le pregunté: "¿Vos sos el que se va?". Se tomó su tiempo para responder, me miró a los ojos y me dijo: "Sí, ¿por?". Momento incómodo. No había un por, simplemente había querido sacar conversación, pero el tipo desvirtuó todo y yo sentí que parecía además de chusma, pelotuda y lo que es peor: interesada en su partida. No recuerdo cómo pero logré salir por la tangente, seguramente con alguna otra respuesta embarazosa. Y lo que en algún momento me había resultado increíblemente atractivo se fue transformando paulatinamente en desagradablemente baboso.
El tiempo no corría, me miró, hizo una pausa y me dijo: "Estás nerviosa". Era cierto, y aunque no hubiera sido así, tal aseveración era capaz de poner nervioso a cualquiera. No sabía que decir y sudé más que nunca, finalmente le dije sabiendo que a medida que hablaba me iba hundiendo cada vez más: "Es que sudo mucho y cuando sudo me pongo nerviosa". Ahora en frío se me ocurren mil respuestas mejores, podría haber respondido cualquier cosa, podría haber dicho simplemente que no, que no estaba nerviosa. Pero se me tuvo que ocurrir decir eso y se me tuvo que ocurrir darme cuenta instantáneamente de que la respuesta era mala, que me ponía en evidencia y que me hacía sudar aún más.
El marinero no volvía y la temperatura era cada vez más alta. Yo tenía el celular en la mano desde que me había dispuesto a llamar al taxi, no sabía a dónde mirar, no lo quería mirar a él, temía el momento en que nuestras miradas se cruzaran. A esa altura el aire se cortaba con un cuchillo, y de la nada él me preguntó: "¿Me das tu teléfono?". Al principio atiné a darle el aparato creyendo que hablaba de eso pero afortunadamente me dí cuenta a tiempo de que lo que quería era el número, otra vez los segundos parecieron horas, no quería darle el número pero tampoco quería negárselo, si se lo negaba era asumir que el tipo tenía otras intenciones conmigo más allá de los negocios. Entonces se lo dí, quise darle el de la empresa pero no me lo sabía de memoria. Todo era muy confuso, muy raro, un torbellino de momentos eternos que habían durado apenas minutos.
El taxi no llegaba, por fin vino el marinero a decir que capaz que el taxista estaba esperando en la Rambla, rápidamente dije que me iba y pensé en despedirme con un simple "hasta luego". No sabía como saludar a un Comandante y dudé, y me acerqué, y él me dio un beso, fue un beso apretado, mojado y directo a la mejilla.
Mientras me alejaba caminando una sonrisa cómplice se dibujó en mi cara, talvez por nervios, quizás por alivio, pero seguramente por el momento incómodo.
Llegué sudando después de caminar varias cuadras al rayo del sol y me atendió un marinerito súbdito que me invitó a esperar. En ese momento lo ví a él, a el Jefe, un cincuentón con aire superior que me miraba fijo esperando un saludo. Lo saludé. Me respondió. Y algo extraño se sintió en el aire.
Me hicieron pasar a un cuarto mientras revisaban las facturas del pago, todos hablaban del Jefe con respeto. Cuando estuvo todo pronto me dijeron que pasara a la oficina del Jefe para cobrar. Y ahí estaba él otra vez, alto, veterano, importante, y extremadamente atractivo. Yo sentía como me corría el sudor por el cuerpo, hacía mucho calor. Y también sentía sus ojos que no dejaban de mirarme. Eso me hacía sudar aún más.
Finalmente me pagaron, los segundos parecían horas. No pagaron con un cheque, no pagaron en dólares, pagaron en pesos, cincuenta y tres mil pesos en billetes de mil que tuve que contar uno a uno mientras todos me miraban, mientras él me miraba, podía sentir su mirada libidinosa recorriendo cada centímetro de mi cuerpo. Los conté varias veces porque me perdía. Y sudaba cada vez más.
En realidad nunca pude estar segura de la cantidad, simplemente dije que había terminado de contar y que la cantidad era correcta. Puse el dinero en la mochila y me dispuse a retirarme, estaba a punto de irme airosa cuando el marinerito súbdito me dijo que me recomendaba tomarme un taxi, saqué el celular para llamarlo pero el marinero dijo que ellos lo llamarían y en cuestión de segundos se retiró de la oficina dejándome sola con el Jefe.
El silencio era incómodo, no sabía qué decir ni de qué hablar con un Comandante, había escuchado que lo trasladaban ese mismo día por lo que le pregunté: "¿Vos sos el que se va?". Se tomó su tiempo para responder, me miró a los ojos y me dijo: "Sí, ¿por?". Momento incómodo. No había un por, simplemente había querido sacar conversación, pero el tipo desvirtuó todo y yo sentí que parecía además de chusma, pelotuda y lo que es peor: interesada en su partida. No recuerdo cómo pero logré salir por la tangente, seguramente con alguna otra respuesta embarazosa. Y lo que en algún momento me había resultado increíblemente atractivo se fue transformando paulatinamente en desagradablemente baboso.
El tiempo no corría, me miró, hizo una pausa y me dijo: "Estás nerviosa". Era cierto, y aunque no hubiera sido así, tal aseveración era capaz de poner nervioso a cualquiera. No sabía que decir y sudé más que nunca, finalmente le dije sabiendo que a medida que hablaba me iba hundiendo cada vez más: "Es que sudo mucho y cuando sudo me pongo nerviosa". Ahora en frío se me ocurren mil respuestas mejores, podría haber respondido cualquier cosa, podría haber dicho simplemente que no, que no estaba nerviosa. Pero se me tuvo que ocurrir decir eso y se me tuvo que ocurrir darme cuenta instantáneamente de que la respuesta era mala, que me ponía en evidencia y que me hacía sudar aún más.
El marinero no volvía y la temperatura era cada vez más alta. Yo tenía el celular en la mano desde que me había dispuesto a llamar al taxi, no sabía a dónde mirar, no lo quería mirar a él, temía el momento en que nuestras miradas se cruzaran. A esa altura el aire se cortaba con un cuchillo, y de la nada él me preguntó: "¿Me das tu teléfono?". Al principio atiné a darle el aparato creyendo que hablaba de eso pero afortunadamente me dí cuenta a tiempo de que lo que quería era el número, otra vez los segundos parecieron horas, no quería darle el número pero tampoco quería negárselo, si se lo negaba era asumir que el tipo tenía otras intenciones conmigo más allá de los negocios. Entonces se lo dí, quise darle el de la empresa pero no me lo sabía de memoria. Todo era muy confuso, muy raro, un torbellino de momentos eternos que habían durado apenas minutos.
El taxi no llegaba, por fin vino el marinero a decir que capaz que el taxista estaba esperando en la Rambla, rápidamente dije que me iba y pensé en despedirme con un simple "hasta luego". No sabía como saludar a un Comandante y dudé, y me acerqué, y él me dio un beso, fue un beso apretado, mojado y directo a la mejilla.
Mientras me alejaba caminando una sonrisa cómplice se dibujó en mi cara, talvez por nervios, quizás por alivio, pero seguramente por el momento incómodo.
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